Las mujeres indígenas durante la pandemia
La lucha continúa, aunque ahora con mayores desafíos
Durante la pandemia las mujeres indígenas han sufrido mucho, sobre todo porque ellas enfrentan tres grandes factores de exclusión: ser mujer, ser pobre y pertenecer a un grupo social no dominante (ONU Women, 2020).
Las mujeres indígenas tienen un rol asignado por la sociedad que está centrado en la atención al varón y a la familia en general. Desde muy niñas se les enseña a cocinar, limpiar, atender cotidianamente las necesidades básicas familiares, a tratar las dolencias de la familia con la medicina que dan las plantas.
Si bien no hay estadísticas específicas respecto al tiempo que dedican las mujeres indígenas a las actividades que desempeñan, es conocido que las mujeres en general trabajan un 15% más que los hombres pero se dedican un 50% menos que a trabajos remunerados (INEI, 2011), es decir, las mujeres trabajan más pero en actividades por las que no se les paga. Haciendo un ligero acercamiento al mundo rural encontramos que el patrón se repite: las mujeres se dedican mayoritariamente al cuidado del hogar y los hombres descansan casi el doble que las mujeres (Forest Trends, 2020).
Es necesario resaltar que lo arriba citado se agrava cuando sabemos que la brecha de género en ingresos laborales alcanza en el Perú el 25,8% (IPE, 2020), lo cual aumenta la desigualdad y favorece a la dependencia económica hacia los hombres.
Adicionalmente a ello, las mujeres indígenas tienen una probabilidad 26% mayor de trabajar en el sector informal que las mujeres no indígenas (OIT, 2020), lo que las expone con mayor énfasis a contagios debido a que deben salir a trabajar a diario para poder cubrir la necesidad más básica, como es la alimentación y no tienen ninguna prestación de servicio de salud asociada al trabajo.
En el Perú, los indígenas en situación de pobreza representan el doble que las personas no indígenas, además de que casi 25% de indígenas que viven en zonas rurales no posee agua potable lo cual hace más difícil la lucha contra esta enfermedad, que 60% de ellos poseen limitaciones en el saneamiento básico de su vivienda (CEPAL, 2020). Sabiendo además que muchas de las familias son numerosas y tienen problemas de hacinamiento, el problema se agrava.
Es lógico pensar que la pandemia ha recargado la labor femenina, ya que ha incrementado la necesidad de trabajo hogareño que, como se ha mencionado, recae directamente sobre las mujeres, adultas, jóvenes y hasta en las niñas. La implementación de los protocolos de salubridad, el cuidado de los enfermos, la alimentación en general y específica, por los malestares estomacales que esta enfermedad trajo consigo, ha hecho que la mujer tenga que asumir un protagonismo crucial. Seguramente muy a pesar de su propia salud física y mental.
Un tema mayor es el de violencia contra la mujer ya que poco más del 47% de mujeres que hablan una lengua amazónica señaló haber sufrido violencia por parte de su actual pareja (Defensoría del Pueblo, 2019). La cuarentena ha forzado a las mujeres víctimas a estar encerradas con sus victimarios, obligándolas a vivir una situación de tortura permanente debido a que la interacción en esta situación hace que se expongan a más situaciones violentas que cuando los hombres salen a trabajar, inclusive extendiéndose a los hijos e hijas, hasta con violencia sexual, por lo que esta estadística puede haberse disparado.
Así, además de requerir asistencia médica por la enfermedad, las mujeres la necesitan ahora más que nunca atención por violencia familiar y, como siempre, por salud reproductiva. Sin embargo, sólo un 40% de las comunidades indígenas poseen un centro de salud en su territorio (Defensoría del Pueblo, 2015), resultando evidente que existe una gran brecha que cubrir en este servicio.
De otro lado, el apoyo por parte del Estado en seguridad física y moral al que las mujeres indígenas necesitan acceder se encuentran más allá de su alcance, no sólo por la distancia física sino porque se les interponen barreras como el idioma, ya que la mayoría de las mujeres no maneja bien el español y es difícil expresar a cabalidad sentires y raciocinios, y la cultura institucional Estatal, que hace que se minimicen las denuncias y se revictimice a las denunciantes.
Las propias organizaciones locales que podrían administrar justicia comunal amparada en el Artículo N° 246 de la Constitución Política del Perú, por el refrendo del Convenio 169 de la OIT siguiendo sus Artículos 8 y 9 y por la vigésimo octava política de Estado del Acuerdo Nacional, no lo hacen. Existe un enraizado pensamiento normalizador de la violencia contra la mujer. Las propias organizaciones religiosas que existen casi en cada una de las comunidades tampoco son de ayuda debido a que sortean el problema hablando del perdón que la víctima debe otorgar al abusador, ya que el amor todo lo debe soportar.
También existen limitantes sociales que contribuyen a perpetuar esta situación. A menudo cuando una mujer se separa de su pareja por motivos de violencia es mal vista y es relegada, llegando inclusive a no asignarle territorio para el trabajo agrícola o para el aprovechamiento forestal. Si una mujer se separa deberá asumir las responsabilidades económicas sin dejar de realizar todo el trabajo en el hogar, haciendo al hogar más vulnerable a la pandemia.
Ante este problema, las mujeres están empezando a tratarlos entre ellas, a interiorizar que -si bien el problema que las rodea es muy grande- ellas pueden forjar soluciones. Jóvenes y adultas han empezado ya a indignarse por la existencia de factores de exclusión que ya no se normalizan, han aprendido a identificar el problema, lo cual representa un tramo recorrido hacia la solución.
No hay duda de que cada vez más se verá que las múltiples barreras se van reemplazando por puentes que conlleven una vida más digna en igualdad de derechos.
Autor@s: Susy Díaz Gonzales y Lucas Benites Elorreaga.